lunes

Mi sonido favorito.

Es igual que las abluciones de los musulmanes antes de entrar en la mezquita, te predispone.

Igual que el recorrido de una nariz bajando por el cuello.

Te anticipa.

Es una señal que ni diseñada hubiera resultado mejor: un instrumento claro (un violín, un oboe. Son siempre el blanco de todos los chistes, pero a cambio disfrutan de estos privilegios jerárquicos) mantiene una nota La, y los demás se van uniendo en un caos ascendente, duplicando la nota tenida del concertino en todas las sonoridades que permite la orquesta.

Y después, cuando todos los instrumentistas han podido lucir su La elemental, alguien rompe la tensión cambiando de llave o de pistón, buscando armónicos en su cuerda, y se produce la cascada, y todos empiezan a recorrer la tesitura de su instrumento, comprobando que todo está en orden.

El sonido en ese momento dentro de la sala de conciertos es un torrente arremolinándose, fuerza bruta. Hay miles de notas en el aire.

Cosas que se cuentan por miles:
-Las estrellas de un sistema planetario.
-Los integrantes de un ejército.
-Nudos en una alfombra turca.

Miles de notas distintas entre sí. Un despliegue de potencial.

Poco a poco los músicos van cortando, y la masa ingente de ruido se retrae. Los últimos sonidos barren también el murmullo que había entre el público, y se hace el silencio a la espera de que salga el director. (El capitán del ejército, el artesano tejedor, la estrella).


                                                       Y comienza lo bueno.

Por Marguerite Gautier.

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